LOS DOS ÁRBOLES Y SUS FRUTOS (Sobre las dos naturalezas del creyente)

En una hermosa casa de campo, un hombre plantó dos árboles. Uno de ellos, estaba estratégicamente situado cerca de la vivienda, para que diera su sombra y reparara los vientos. Como la caída del techo daba hacia su lado, se encontraba casi continuamente regado por el desagüe y debido a eso crecía vigorosamente.

El otro árbol  se encontraba algo más retirado. Estaba en la cerca hermoseando la vista de la entrada a la casa.

Los dos árboles fueron plantados al mismo tiempo, pero al cabo de unos meses se vio que el árbol  del interior, plantado cerca de la vivienda, tenía un mayor crecimiento,  pues el agua que caía del techo lo regaba constantemente.

El otro arbolito, no tenía el mismo beneficio, por lo cual empezó a palidecer y no se desarrollaba.

Pasó el tiempo y el propietario  y todos los de la casa notaron que  había un árbol que se estaba secando.

El dueño de la casa se dijo para sí mismo: el árbol de adentro crece y da sus frutos, mientras que el de afuera palidece sin fuerzas. Tendré que prestarle más  atención al arbolito que está en la entrada.

Como el árbol de adentro se mostraba afirmado y fuerte, el propietario lo fue dejando  de lado, creyendo que ya no requeriría de tantos cuidados, e intensificó su atención poco a poco en el árbol de afuera.

Lo regó diariamente, mejoró su apariencia y hasta utilizó productos fertilizantes.

No mucho tiempo después, se mostró un cambio sorprendente. Sus ramas reverdecieron y empezó a crecer desmedidamente. Aquel árbol, ahora estaba recibiendo su verdadero alimento para crecer.

Vino el tiempo seco, y el árbol del interior lo sintió. Ahora era aquel árbol del cual se pensaba que sería tan fuerte como para no prestarle tanta atención el que  comenzaba a languidecer. Por el contrario, el del exterior que recibía diariamente su atención y su riego, seguía creciendo desmedidamente,  hasta que sus altas ramas llegaron a  enredarse en los cables del alumbrado.

El árbol llegó a crecer tanto, que fue hasta perjudicial, ya que en los días ventosos, el vaivén de sus ramas, movían los cables y provocaban el corte de la luz.

Esta historia nos hace pensar en nosotros mismos, con verdades que debemos siempre tener presente. Toda persona que ha aceptado a Cristo como Su Salvador y por ende ha pasado de muerte a vida, tiene en su interior, dos naturalezas. En el creyente, hay dos naturalezas que responden como aquellos dos árboles. La vieja naturaleza, llamada así, porque es la naturaleza humana con la cual nacemos, y que exterioriza de alguna manera lo que hay dentro del corazón del hombre pecador ; y  la otra: La nueva Naturaleza que nos es comunicada cuando habiéndonos arrepentido aceptamos al Señor Jesús como Salvador y nacemos de nuevo.

“El que tiene al Hijo tiene la vida” nos dice el apóstol Juan en su primera carta Capítulo 5:12.  Esta vida, es la naturaleza divina en nosotros, la nueva vida en Jesús que se adquiere con la conversión y  que se alimenta con las cosas de Dios. Las lluvias de  bendiciones celestiales la riegan,  como se  regaba aquel árbol interior que crecía sano y vigoroso.

La otra naturaleza, la Biblia la llama también, “la carne”, y se alimenta con las cosas del mundo. Es la que tiene atracción al pecado, y se regocija en las cosas que no son de Dios. En nuestra vida, podemos decir que, como en la historia, mientras crece un árbol, el otro, mengua. Mientras nos ocupamos de la vida interior, ésta vida, cual un árbol crece y da sus frutos. “Y el fruto del Espíritu es: amor, gozo paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza.” (Gálatas 5: 22)

Pero, suele ocurrir que  pasado un tiempo, el primer amor en el creyente decrece; éste, se va enfriando, y sintiéndose seguro de sí mismo, llega a desatender su vida espiritual. Allí, sin darse cuenta y de manera natural, empieza a sentir cada vez menos deseos de las cosas de Dios y más deseo por las cosas del mundo. Lógicamente, al comenzar a declinar   no se nota, es prácticamente imperceptible, pues como dice la Biblia: “Se entra suavemente” (Proverbios 23:31) y no son las cosas más  groseras que tiene el mundo para ofrecernos  con lo cual comienza el descenso; pero ¡cuidado!  Pronto, si no se reacciona a tiempo, se puede terminar hundido profundamente en el lodo espeso del pecado.

Cuando uno es joven en la fe, y no conoce bien las profundidades de su corazón, puede llegar a pensar que hay recomendaciones algo exageradas, pues siente confianza en sí mismo,  como aquel hombre de los dos  árboles, que pensó que el árbol de adentro estaba seguro. Cuando esto suceda, haremos también la experiencia como con los árboles que cuando alimentamos y cuidamos a uno, desfallece el otro. Y tengamos por cierto, que la carne en nosotros, como aquel árbol de afuera, que cuando empezó a crecer, causo inconvenientes, no dejará nunca de causarnos dolor. “Pues manifiestas son las obras de la carne son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones herejías. Envidias. Homicidios, borracheras, orgías y cosas semejantes a estas” (Gálatas 3. 19-21)

Esto es lo que declara la Palabra de Dios ¿lo aceptaremos y diremos: Amén?  ¿O pensamos que podremos vivir una vida de fe victoriosa, caminando por dos caminos? Es imposible transitar a la vez por ambos caminos.  Cuando no se alimenta el Espíritu se alimenta la carne.

Muchas veces nos revelamos ante tantos “No harás esto ni aquello”, como encontramos en la Palabra y,   ante los consejos de nuestros mayores, los cuales tomamos como exagerados, pensando  que  podremos manejar finalmente todas las situaciones. Cuando pensamos y hablamos así, corremos el peligro más grande. No pensemos que el maligno ya no tiene poder. Recordemos aquella expresión que dice: “El que es nacido de Dios se guarda a sí mismo, y el maligno no le toca” (1 Juan 5:18 V. Mod.)  Ese poder, el maligno no puede efectivizarlo cuando “El avisado ve el mal y se esconde” (Proverbios 22:3) de lo contrario nos dañará

Una de las maneras más efectivas para cuidarnos, es preguntarnos diariamente delante del Señor: Esto que deseo hacer,  ¿me hará crecer espiritualmente? ¿Será algo que llevará gloria al Señor? ¿Me fortalecerá y aumentará mi comunión con Dios? O por el contrario, ¿me distraerá, quitándome  el gozo y la paz de su comunión? ¿Podrían estas cosas conducirme a pecar, despertando en mí  los antiguos deseos de cuando vivía en la carne? Al hacernos tales preguntas, nos daremos cuenta, que hay cosas que no podemos permitirnos en absoluto, porque son radicalmente malas; pero que también hay otras, consideradas lícitas,  que no siendo en sí mismas un pecado propiamente dicho, no nos edifican en absoluto e inclinan nuestro corazón hacia las cosas del mundo que no proceden del Padre, despertando naturalmente  los deseos de la carne; las cuales tampoco debemos permitirnos.

Amados. Cuidémonos de alimentar solo aquel árbol del interior, el que se nutre de Cristo. De allí saldrán los mejores frutos de los cuales nunca nos arrepentiremos.

Dejemos al otro árbol sin alimento que sin alimento no dará frutos. Seamos conscientes y no olvidemos  que mientras estemos sobre esta tierra, tendremos en nosotros,  dos árboles que dan frutos completamente distintos, LA CARNE Y EL ESPIRITU, LA VIEJA Y LA NUEVA NATURALEZA. 

La vieja naturaleza no cambia con la conversión, y  sigue siendo siempre tan mala e incorregible por más años que podamos tener en el camino cristiano.  Solo se aquieta cuando no se nutre.

La Palabra de Dios: “Andad pues en el Espíritu, (es decir conducidos por el Espíritu de Dios, dejándolo obrar plenamente en todas nuestras cosas) y no satisfaréis los deseos de la carne” (Gálatas 5:16)

Al considerar estas cosas, debemos tener presente, que estas dos naturalezas son las que están en el creyente no en los inconversos. En la persona inconversa, es decir, en aquella que no se ha vuelto a Dios y recibido por fe al Señor Jesús como su único y suficiente salvador, solo hay una naturaleza, la naturaleza de pecado. La vieja naturaleza de la que hablamos, que solo conduce al mal.

Si leyendo esta meditación, hubiera alguna persona que no conoce aún al Señor Jesús como su salvador, o se encuentra confundido y no tiene la seguridad de su salvación, a esa persona, le decimos con los mejores deseos de nuestro corazón, que no deje pasar más el tiempo y en el estado que esté, se vuelva a Dios, confiese sus pecados y reciba a Cristo como su salvador aceptando lo que Dios dice en su palabra.

El Señor  dijo: “Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entrare a él” (Apocalipsis 3:20) Si Cristo entra en su vida, tendrá una vida nueva, la vida de poder. “Las cosas viejas quedarán atrás, entrando en un terreno de cosas nuevas” (2 Corintios 5:17) 

¡No deje pasar esta oportunidad! El Señor  dijo en su Palabra: “El que a mi viene no le echo fuera” (Juan 6:37)  y “Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano” (Juan 10:28)

¡Ahora es el momento para recibir a Cristo y con él una nueva vida de victoria!


Lectura de la semana

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